jueves, 12 de septiembre de 2019

El Greco de la Catedral de Palencia


"El Martirio de San Sebastián" (Doménikos Theotokópoulos-El Greco- hacia 1577-1580)
Museo catedralicio - Palencia

La catedral de Palencia es una de las más importantes de España aunque tal hecho quede un tanto eclipsado por la cercanía de dos templos absolutamente hermosos como son las catedrales vecinas de León y de Burgos. En todo caso las tres nos muestran todo el esplendor del gótico.


Cuando acudo a la seo palentina, generalmente para acompañar a las amistades que tienen a bien visitarme, el lugar donde más me entretengo es en la antesala del salón capitular para contemplar un cuadro fascinante: “El martirio de San Sebastián” de El Greco, el cual se custodia en esta catedral gracias a una donación que alguna familia otorgó al Cabildo, seguramente para compensar algún favor recibido. Muy agradecidos tuvieron que estar para desprenderse de un Greco, desde luego… Máxime cuando éste ya era un pintor reconocido y, aunque estaba recién llegado a España desde su Creta natal para fomentar su carrera artística, su fama ya se había esparcido por el Imperio filipino.


A los pies del gran cuadro me presento, el primer minuto lo empleo en recrearme con la inmensa belleza de esta pintura y luego de ese instante, paso a pormenorizar la tabla. Miro y remiro la escena escrutando todos los detalles: -Qué bonita es la firma del pintor en letras capitales griegas “DOMÉNIKOS THEOTOKÓPOULOS É POÍEI”, la cual no quiso que pasara desapercibida otorgándola un lugar preeminente, debajo de la rodilla del santo y no en una esquinita como era lo habitual.




Enseguida se averigua lo que Doménikos nos relata: el martirio de este centurión romano devenido cristiano, para disgusto del emperador Diocleciano, al cual ordenó asaetar por disidente, en el fondo le traía al pairo al pintor cretense. 

Aprovechó, no obstante, tal encargo para lucirse con un desnudo masculino que era lo que más jugosidad plástica y estética le podía reportar. Pero pintar un cuerpo desnudo en la época del severo Felipe II sin venir revestido de un halo de religiosidad, no lo hubiera podido realizar ni en sueños. Así que vio el encargo como la excusa perfecta para ejecutar el desnudo. Y contada así la película, como atroz martirio, coló de buen grado no solo ante el mandatario del encargo, si no también ante los ojos del sombrío clero, ya que al fin y al cabo eran las capillas de las iglesias las depositarias de las obras artísticas. O quizá, y eso pienso yo, que era la tácita forma convenida por todos para solazarse con la contemplación de los bellos cuerpos desnudos masculinos sin que la moral, la casta moral, se viera afectada. Pintar un hombre desnudo sería inimaginable (menos aún el de una mujer), pero sí era posible el de un santo desnudo.


Para probar que esta percepción que barrunto, de que lo que quiso dibujar el Greco más que un martirio, era representar la belleza masculina, no hay más que fijarse en la escena:

Curiosamente el martirio de San Sebastián poco tiene de cruento. Tan solo una flecha de las tres lanzadas le alcanza el costado. Sus verdugos no se ensañaron mucho con él, quizá porque hasta hace poco ese centurión había sido su capitán, o poco tino tuvieron...  A pesar de que la única flecha que ha hecho diana se ha hincado en el torso con fuerza, casi tanta como la que ha atravesado la rama, aquélla apenas le hiere a juzgar por el exiguo borbotón de sangre que sale de ese insignificante rasguño. El Santo no se queja, no expresa dolor alguno, incluso parece admitir y desear ese dulce martirio; tan solo podemos intuir que estamos en un pasaje religioso porque el protagonista ha dirigido su mirada al cielo. Pero la escena no nos desvela el desenlace como corresponde a un episodio del martirologio cristiano, quizá porque pretendió narrar de esta forma que San Sebastián no llegó a morir y fue posteriormente sanado de sus heridas.






Una vez descrito ese deslavazado tormento, les explico lo del desnudo. Podemos advertir fácilmente que El Greco dota al imberbe San Sebastián de un atlético y vigoroso cuerpo que choca con su aspecto un tanto afeminado acentuado por su lampiñez; podría ser una representación de un gay, según el imaginario homosexual de la época. La mirada se nos dirige inexorablemente al retal de lienzo que le hace de taparrabos. El pintor lo ha dejado deslizar todo lo posible, justo para apenas cubrir las partes pudendas. Ni rastro de vello púbico. La amanerada figura presenta unas torsiones que difícilmente pueden llevarnos a pensar en una postura cómoda o, al menos, de equilibrio. Sin embargo, ese recurso le vino de perlas para colocar las cuatro extremidades en posiciones diferentes para recrearse con la plasticidad que le proporciona la suerte de músculos y dotar a la escena de movimiento.
Es manierismo puro, una corriente pictórica que hizo, de la exageración o inverosimilitud de las escenas representadas, bandera; nada de lo que se pintaba era o podía ser real, pero tal gusto triunfó en el Renacimiento.




El cuerpo del santo relumbra bajo una luz que no se sabe muy bien de dónde viene, creo que de la parte superior. En todo caso, esta técnica le permitió jugar con todo tipo de carnaciones, desde las más brillantes hasta las más apagadas y para realzar la luminosidad de la figura colocó un fondo de naturaleza de colores pardos, para la tierra y el árbol, y fríos para las nubes. Por último, El Greco ya dejó en este cuadro su impronta, alargando las figuras, y este recurso lo convirtió en su seña de identidad, y aunque a nuestros ojos se nos presenta raro, en la España del XVI debió causar furor.


Detrás del Martirio de San Sebastián palentino al Greco le esperaba una gran carrera profesional que le convirtió en una celebridad. Así que no se queden con las ganas de conocerlo, no se conformen con este relato y vengan pronto a visitar este tesoro custodiado en otro reconocido tesoro como es nuestra catedral.




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