viernes, 14 de septiembre de 2018

-“De aquí no pasamos, don Pedro…”

“De aquí no pasamos, don Pedro… " - exclamó el Cainejo cuando se toparon con el insuperable obstáculo rocoso que les impedía progresar por la chimenea y punto crucial que, de superarlo, les dispararía a cumbre y alcanzar así la gloria pero, de claudicar y no conseguirlo, no solo hubieran fracasado si no que se hubieran encontrado en un punto, seguramente, de no retorno. Un ímpetu y un arsenal de sangre fría que les hizo tomar la decisión suicida de salvar ese escalofriante paso más una buena dosis de buena suerte es todo lo que necesitaron estos chiflados para escribir la página más grande del montañismo en España.


Naranjo de Bulnes / Picu Urriellu (2519 m.)


En esta foto muestro la montaña quizá más amada por los montañeros que frecuentamos la Cordillera Cantábrica: el Naranjo de Bulnes. Este enorme torreón cilíndrico de 2519 metros tiene todos los elementos para ser reputada como la montaña más legendaria de España, pues el anecdotario fecundado en sus muros y las leyendas forjadas con sus escaladas es infinito. Pero me voy a centrar en narrar su primera ascensión, verificada en los albores del siglo XX, que fue tan heroica como emocionante y está considerada como la gran hazaña de nuestro montañismo; una aventura épica con la que nuestro país se bautizó en el alpinismo o, quizá sea mejor dicho, en la escalada de dificultad.


La última cima virgen

Los Picos de Europa fueron visitados en las postrimerías del siglo XIX muchas veces por expedicionarios franceses: geólogos y geógrafos que andaban cartografiando los macizos montañosos y que quedaron prendados ante la belleza de sus afiladas agujas y sus esbeltas torres. Como necesitaban coronar sus cumbres para realizar sus mediciones geodésicas fueron ellos los pioneros en realizar las primeras ascensiones, antes que los propios paisanos cabraliegos y cainejos, pastores que no tenían mayor interés en subir las peñas más que cuando había que rescatar la res perdida o enriscada.


Naranjo de Bulnes: caras Sur y Este


En el corazón del macizo central, en su vertiente asturiana, entre el conjunto de recios montes que llamaban en el país Los Urrieles, destacaba un bravío monolito calcáreo conocido como Picu Urriellu o sencillamente El Picu. Aquellos exploradores lo rodearon muchas veces buscando los recovecos por dónde hincarle el diente, pero sus contrafuertes lisos y verticales les hicieron desistir de escalarlo por estimarlo inexpugnable. Fue el hueso más duro de roer hasta que su cumbre fue desvirgada en 1904 por dos audaces y singulares personajes: un aristócrata asturiano loco por las alturas, Pedro Pidal; y Gregorio Pérez, su fiel guía, un cabrero del pueblo Valdeonés de Caín, apodado por ello Cainejo.

La jornada de la ascensión así como los días que la precedieron se conoce con muy pocas dudas cómo discurrieron, pues ambos protagonistas tuvieron el acierto de dejar sendas crónicas redactadas generosamente detalladas y con una esmerada y elegante prosa. Me llama especialmente la atención la del Cainejo, un humilde pastor, por la pulcritud de la narración. -¿Acaso fuera un escribano quien pasó el dictado a negro sobre blanco? – Quizá, pero en todo caso es lo de menos...

Con este preámbulo paso a relatar la gesta con mi voluntarioso verso, a ver si soy capaz de transmitir un poco de la fascinación que siento por esta asombrosa historia:


Un capricho, una chifladura.....

Don Pedro Pidal, Marqués de Villaviciosa, fue un aristócrata asturiano, Diputado a Cortes, descendiente de una influyente y acaudalada familia gijonesa y amigo de cacerías del rey Alfonso XIII que, lejos de llevar una vida plácida y acomodada, como correspondía a su pertenencia a la alta burguesía, sus inquietudes deportivas y aventureras y su vitalidad arrolladora hicieron que su mayor afán se repartiera entre la afición a la caza y la pasión por las montañas cantábricas. Las amó como nadie y así lo demostró, pues no cejó en el empeño de ver la Montaña de Covadonga declarada como Parque Nacional; el primero de España.


Pedro José Pidal y Bernaldo de Quirós, 
marqués de Villaviciosa (1870-1941)


Pidal sabía que el Conde de Saint Saud, geólogo francés y consumado pireneísta que exploró en varias ocasiones los Picos de Europa, venía completando las primeras ascensiones de las torres más importantes de los tres macizos: la Santa de Castilla, Peña Vieja, el Llambrión y la mayor de todas, la del Cerredo, e intuía que la ascensión al Naranjo sería resuelta más pronto que tarde. Los conocimientos técnicos de escalada de estos científicos franceses eran superiores a los de los españoles donde esta actividad era novedosa y apenas practicada, no en vano aquéllos venían de batirse el cobre en las recias cumbres alpinas y pirenaicas.


El marqués barruntó que Saint Saud le venía pisando los pies en su aspiración de ser el primero en tocar su cima y también, por lo visto, un grupo de montañeros ingleses que andaban en las mismas. El que un extranjero fuera quien coronara la última cima virgen e hiciera ondear una bandera que no fuera la rojigualda le debía poco menos que revolver las tripas. Poco a poco, el capricho de escalar el Naranjo se fue transformando en su cabeza en propósito: tenía claro que tenía que intentarlo, arriesgar y llegar más lejos que sus contrincantes fracasados para que su acto empezara a ser meritorio. Fue tal la obsesión de conquistar el Picu que lo convirtió en su chifladura. 



El grandioso anfiteatro que corona la cara Sur

Así que, rebosante de ambición y moral e imbuido de un patriotismo exacerbado, se puso manos a la obra y se lanzó a la loca empresa de cumplir ese sueño. Lo que cualquier otro lo hubiera tomado por pura quimera el marqués lo veía viable y en pro de ello no escatimó esfuerzo ni dineros, también es verdad que a nuestro excéntrico personaje le sobraba tiempo en qué entretenerse y plata que gastar, pues manco precisamente no andaba.

Lo primero que iba a necesitar era contar con una cuerda resistente pero tan ligera que pudiera ser portada por una persona con comodidad por las peñas, así que viajó a Londres para comprar la mejor, una de cáñamo de las que se venían utilizando por los montañeros de Europa y seguidamente se desplazó a Chamonix, el pueblo de los Alpes donde se cocía todas las novedades de la escalada de dificultad donde se entrenó en el manejo de la cuerda y en otras técnicas alpinas. Regresó a España con sus lecciones aprendidas en el granito alpino, repleto de coraje para afrontar el reto. Por último, Pidal, aprovechando un viaje a Madrid, adquirió en un modesto comercio unas alpargatas de esparto, siguiendo las recomendaciones de otros escaladores como el calzado más idóneo para tratar la adherencia en la roca caliza.



La alianza

Arrancaba el mes de agosto de 1904 cuando Pidal, ya en Asturias, se trasladó a la montaña y ordenó dar aviso a Gregorio Pérez “el Cainejo” para que se reuniera con él en la Vega de Ario con la idea de acometer la ascensión al Picu tal y como habían acordado el verano pasado. Gregorio era la persona idónea: un hombre de su confianza, adaptado al terreno por su condición de cabrero y cazador de rebecos, y además estaba bregado en otras ascensiones difíciles, por ejemplo, doce años antes y en solitario había logrado la apertura de la Canal Estrecha a la Torre Santa, el otro coloso.


Gregorio Pérez Demaría "el Cainejo" (1853-1913)


El Cainejo, imagino que cuando el marqués desempolvó el proyecto y le recordó su intención, tendría que tragar tres veces saliva, pues él sabía mejor que nadie que el Picu era inaccesible por ninguna de sus caras, no solo para el hombre sino aun para los rebecos, y eso ya era mucho decir.... Pero Don Pedro supo buscarle las cosquillas e inocularle el veneno de la gloria de ser los primeros en tocar su cumbre. Gregorio, tal vez no quiso contrariar al persuasivo señorón o no quiso defraudarle; o tal vez compartía el mismo anhelo y no necesitó de más convencimientos; no en vano el Cainejo era conocido como “el atrevíu”. El caso es que aceptó de buen grado acompañar a don Pedro en la aventura y así forjaron una inquebrantable alianza de cariz quijotesco.


La víspera: jornada de reflexión

Decía que se reunieron en la majada de Vega de Ario y, sin más demora y para ir calentando músculos, determinaron subir dos montañones en el día: primero la Torre de Santa María de Enol y de seguido, tras descender hasta el Jou Santo, la enorme hoya que separa ambas montañas, la otra Torre Santa, la de Castilla, ya conocida por el Cainejo unos cuantos años antes, en cuya canal, por su mayor dificultad, tuvieron ocasión de probar el encuerde de a dos. No había más tiempo que perder y se lanzaron al objetivo principal. Durmieron en las cabañas de Vega de Ario de nuevo y de madrugada descendieron por Ostón a la garganta del Cares, tajo profundo que corta la cordillera de Picos y separa los dos macizos. A esta brava gente el mal terreno y los fuertes desniveles no les hacía mucha mella.

Salvado el río remontaron por la falda del inacabable Monte Llué, ya en Los Urrieles, como llaman los asturianos a esa parte del Macizo Central, hasta la canal de Camburero, en la ruta normal en aquella época para acceder al Naranjo. Como esa canal está hundida no se podía divisar el Picu, así que tuvieron que subir a un cerro vecino para escudriñar con los anteojos toda su fachada norte la cual pensaron que era las más vulnerable de las cuatro y la única que les podía ofrecer alguna vía que les diera la posibilidad, aunque remota, de progresar. 

Gregorio y Pedro veían su mejor terreno en la roca arrugada y accidentada de esta cara antes que las placas esmeriladas de las otras vertientes de las que recelaban. Por eso la fachada sur, mucho más sencilla, pasó desapercibida a los ojos del marqués, porque él solo veía placas lisas y no intuyó que los canalizos verticales que las surcan, como tubos de órgano, eliminan en parte el inconveniente de la falta de adherencia. Así que dieron por bueno aquel terreno peleón y agreste de dicha pared. Una vez esbozado el plan bajaron a las cabañas de la majada de Camburero para dormir esa víspera.





La imponente cara Oeste del Naranjo. Quizá su inmenso
frontón anaranjado sea lo que le haya bautizado con ese nombre


Una hazaña sin precedentes...

En la madrugada del 5 de agosto aún esperaron un rato a un tercer componente de la cordada, Inocencio, un vecino de Bulnes, quien no se presentó seguramente porque el aviso no le llegó a tiempo, así que, desestimada su recluta, se encaminaron hacia la peña. Ya en las inmediaciones, subieron a una morra que les ofrecía una perfecta vista de la pared para volver a escrutar más de cerca el terreno y trazar un plan definitivo. 

El perspicaz marqués supo interpretar el descomunal frontón que tenía delante de sus ojos y atinó a reconocer una vena en la pared: desde la base de la montaña, encima de un derrubio de piedras, averiguó una traviesa conformada por arriesgadas cejas y terrazas que poco a poco iban ganando altura y con una clara traslación de izquierda a derecha hasta un rellano. Desde ahí advirtió un terreno más amable que les conduciría hasta un hombro donde nacía una enorme grieta vertical que tajaba toda la pared hasta casi la cumbre. Si conseguían alcanzar esa chimenea veían claras posibilidades de vencer el muro. El primer tercio de la grieta lo veían factible pero ya no podían imaginar cómo estaría en su tramo superior si no era presentándose allí y metiéndose en ella. Sospechaba, asimismo, que salvada esta dificultad el acceso a la cumbre sería coser y cantar. Estos insensatos tenían una fe ciega en sus fuerzas, en su afán y en la cuerda.

Una vez pergeñado el plan de ataque se aproximaron a la base del Picu, almorzaron y dejaron los morrales a pie de de obra para subir así lo más ligeros posible (esto sí que fue un gran acierto, pues portaron poco más que la cuerda y los anteojos) y comenzaron la escalada. Los primeros riscos ya les presentaron batalla que fueron obviando de una forma tan eficiente como temeraria: ambos se encordaron a la cintura y el Cainejo, mejor escalador, siempre yendo en vanguardia y a pie descalzo para ganar adherencia, trepaba con agilidad hasta un descanso seguro donde poder afianzarse para recuperar con la cuerda a Pedro. 

Sabían que el fallo de cualquiera de ellos y en una eventual caída el otro no podría aguantar el tirón e irremediablemente uno arrastraría al otro. Unieron ambos destinos, pero el caso es que yendo amarrados se sintieron más protegidos y así mitigaron el miedo al eventual tirón en caso de caída. En los tramos más difíciles, era Pedro el que le servía de escalera al Cainejo y con sus puños fuertemente cerrados, luego el hombro y por último la cabeza le fue sirviendo buenos peldaños en los resaltes de la roca.


Cara Norte del Picu partida a la mitad por la chimenea

Por fin llegaron a la larga chimenea. El magnífico y soleado día se fue entornando y la niebla, nada rara en Picos, fue cubriendo el valle y trepando en jirones por la falda de la montaña. Lejos de causarles estrago les favoreció ya que la falta de visibilidad les evitó pasar el mal rato de soportar la impresión y tensión que produce mirar el precipicio que iban dejando bajo sus pies. Una vez en la grieta se sintieron como pez en el agua, ahincaron el cuerpo dentro de ella y fueron reptando con las piernas, espalda y brazos en contraposición por sus tabiques verticales. Gregorio tenía la facultad de adherirse a la roca como si sus pies descalzos tuvieran ventosas y fue rápidamente ganando metros y metros. Nuestros héroes estaban en plena excitación: ya habían salvado más de media montaña y por ello se encontraban rebosantes de ánimo pero angustiados por la incertidumbre de saber lo que les depararía el resto de la chimenea.

La fina neblina les hacía transitar por un terreno casi invisible y el silencio sepulcral completaba ese escenario siniestro. Inesperadamente una prominencia en la roca que bautizaron como "panza de burra" les cerró el paso. No había por dónde sortear ese tapón y las aspiraciones empezaron a desvanecerse. El Cainejo exclamó: -"De aquí no pasamos, don Pedro...”. El perseverante y tenaz marqués debió acariciar toda la roca que tenía a su alcance en busca de una laja que le sirviera de agarradero pero, cuando ya lo daban todo por perdido y se disponían a jugársela en un escape suicida por ese despeñadero, de repente dio con un asidero providencial que le permitió corregir su postura, ganar un poco de altura y facilitar a su compañero un paso de hombro, otro con la cabeza y auparle hasta que alcanzó unas presas. Fue una huida hacia arriba. El Cainejo se asió fuertemente a ellas, a pulso fue elevando su cuerpo, gateando, hasta una repisa segura por encima de ese estorbo extra plomado. 


Cara Norte y vía de ascensión (actualmente llamada 
Vía Pidal-Cainejo en homenaje a los dos pioneros)


Luego no tuvo más que remontar a Pedro con la cuerda y a partir de ahí cobraron renovado ánimo ya que el rigor la chimenea empezaba a atenuarse, aunque tuvieron que hacer frente a una segunda panza que resolvieron con las mismas artes. Las piedras sueltas que la cuerda iba removiendo rugían al caer al vacío. A pesar del pavor que tuvieron que sentir, a estos intrépidos ya nada les podía detener; ya se sabían a mucha altitud y olían la cercanía de la cumbre. Agotada la eterna chimenea salieron por fin a un embudo de piedra suelta desde donde se atisbaba la cumbre. No me imagino el gozo que debieron sentir. Pedro se desencordó y corrió ebrio de alegría hacia la cima. El Naranjo de Bulnes había sido conquistado a la una y cuarto de la tarde.

Nuestros dos héroes, exultantes de gloria, olvidaron por un momento las penurias que habían pasado y las que habían de pasar, pues aún debían afrontar el descenso, y se solazaron, absortos, con todo ese paraíso pétreo que la cima del Picu les regalaba: agujas, neveros perpetuos, pasos y collados por donde habían pasado decenas de veces; y riscos y tiros que conocían al dedillo como apostaderos de caza. 



vista desde la cumbre del Picu: la pinturera brecha
 en "V", entre sol y sombra, que llaman Collada Bonita
 

Por fin, advertidos del paso del tiempo, tuvieron que apurarse para bajar, pero no quisieron abandonar la cumbre sin dejar testigo de la proeza: entre ambos apilaron piedras y levantaron tres torretas de la altura de un hombre para que pudieran ser vistas desde abajo. Ahora sí, y con gran pesadumbre, se despidieron de la cumbre y volvieron sobre sus pasos para entrar en la chimenea y regresar por la misma ruta que de subida.

Para acometer el destrepe de la grieta lo resolvieron de la siguiente forma: esta vez sería don Pedro quien iría delante para ser deslizado con la cuerda por su compañero hasta un punto firme donde pudiera armarle la escalera humana y recibirle con sus puños, hombro y cabeza. El mínimo fallo en una mala pisada y la tragedia estaría servida; no había lugar para el error. Hubo un tramo de chimenea que Gregorio no podía descender, pero Pedro, previamente descolgado, acertó una vez más con la solución: conminó al Cainejo a lacear un pedrusco, encastrarlo en la fisura y dar unos buenos tirones para comprobar que quedaba bien fija. 

Una vez que se aseguró que esta roca no cedería bajó agarrándose fuerte a la cuerda y descendiendo a pulso hasta la terraza donde le aguardaba Pidal  -¿Quizá haya sido ésta la primera técnica alpina empleada en España; la de introducir un rudimentario empotrador? Es posible.... Como ya no pudieron recuperar la cuerda al encontrarse anudada tuvieron que cortarla y dejar allí perdido un buen trozo.

Ahora llegaba el momento de destrepar la maldita panza de burra. Nuevamente a Pidal se le encendió la bombilla y atinó con el remedio: pidió a Gregorio que buscara un saliente de roca por donde pasar la cuerda y, para no tener que anudar y perder otro trozo de la ya diezmada cuerda, le instó a descolgarse de los dos ramales mientras Pidal, ya descendido, la mantendría tensa de ambos cabos -¿Acaso esta elemental y peligrosa técnica no es una suerte de incipiente rápel? Sin duda estas mañas las tuvo que ver o aprender en su escalada a la aguja del Dru, en su visita a Chamonix.

Poco a poco fueron sorteando el resto de obstáculos hasta abandonar la fisura. Hoy la suerte estaba echada del lado de ellos. Pero aún les quedaba una enorme dificultad: el acceso desde la base de la montaña hasta la chimenea la hicieron por una vira estrecha, inclinada y pulida que necesariamente debían encontrar para salir de ese laberinto de muros y no acertaban a dar con ella. La noche se echaba encima y ya presagiaban que tendrían que pasar la noche en la pared, amarrados de cualquier forma a alguna roca para no caer despeñados en caso de que el sueño les venciera y les hiciera perder el equilibrio, pero esta vez fue el Cainejo quien dio con la solución encontrando, tras un buen rato de búsqueda, con la entrada de esa escondida traviesa pulida e inclinada gracias a un excremento de vencejo que vio a la mañana. La intuición y pericia montañera de Gregorio hacía que recordara todos los detalles por donde pasaba. De nuevo en la ruta y después de todo lo sufrido, el cruzar esa arriesgada vira lisa, fiándose de la adherencia de sus pies y alpargatas, les debió parecer una menudencia y así pudieron vencer el último estorbo que les ofrecía el Picu.


Foto de familia de Los Urrieles con el Picu en el centro de la imagen

El germen del alpinismo en España

La aventura había terminado, eran pasadas las siete de la tarde y pronto comenzaría a anochecer. Besaron la cuerda que les había dado la llave del éxito, agarraron los morrales y engulleron unos chorizos al vuelo mientras iban escapando de la temible peña que acababan de encumbrar. En la fuente que les cogía de paso dieron unos buenos tragos de agua y devoraron el resto de víveres que les quedaba: unos chorizos y unas conservas enlatadas. Rápidamente enfilaron hacia la Canal de Camburero donde les agarró la noche. Anduvieron perdidos por la enorme pedriza, extenuados, gritando por si alguien les oía, hasta que una pastora que andaba recogiendo las cabras fue quien se percató del despiste de los dos héroes y ya les voceó para dirigirles a la majada. 


Eran las once de la noche cuando entraron en la cabaña. Saciaron la sed y el hambre con tazones de leche de cabra y al amor de la lumbre relataron la fantástica aventura a los pastores que boquiabiertos no daban crédito a lo que oían. Luego durmieron como lirones, extenuados, pero henchidos de gloria. Habían sido conscientes de la enorme gesta que venían de lograr, pero no de la página que acababan de escribir para la historia de nuestro montañismo y solo el destino y el azar caprichoso quiso que nuestros dos locuelos regresaran sanos y salvos.

mi foto de cumbre: con mis compañeros Rafa y Javi, y la Santina...











Vista desde la Vega de Urriellu, al pie del Picu:
la sierra de Cuera emergiendo entre el mar de nubes























jueves, 28 de junio de 2018

Los chozos de los pastores



Chozo típico de la Cordillera Cantábrica con cubierta de cuelmos

Quienes tenemos por costumbre y hábito salir a dar paseos por la montaña sabemos lo rara que es la excursión durante la cual no nos salga al paso algún chozo de pastor. El chozo invita a la parada por varios motivos: bien por fisgar en su interior y saciar la curiosidad; bien por mitigar el resuello de la caminata y recuperar la respiración; también por guarecerse unos minutos del calor o del frío; a veces por calmar el apetito; o bien por todos ellos juntos, que es lo habitual. Instintivamente el excursionista desvía el rumbo que lleva, enfila el paso hacia la rústica construcción, se acerca a su puerta, de ordinario atrancada pero casi nunca candada y, tras un empellón rotundo que hace que los pernios oxidados cedan, asoma la cabeza para escrutar qué hay dentro. 


Los ojos tardan unos segundos en hacerse a la oscuridad. Poco a poco las pupilas van dilatándose y enseguida se nos muestra una naturaleza muerta: varios taburetes hechos a mano con troncos de haya; el utillaje básico de cocina, casi siempre herrumbroso, sobre una mesa carcomida; un catre con un jergón enmohecido; un perchero del que cuelga un raído zurrón y una pelliza inservible por haberse desprendido casi toda la borra que le dotaba de calidez; un par de cencerros de cobre con el dorado muerto y la carlanca del mastín con sus amenazantes puntas de hierro permanecen dormidos hasta que el curiosón los despierta.


interior de un chozo cualquiera

Cuando el ojo del intruso se ha habituado a la penumbra ya puede adentrarse unos metros y seguir averiguando: un hato de leña, unas urces resecas y una badila para retirar la cernada están junto al enroje. Sobre el alféizar del ventanuco suele armarse un bodegón: un pote roñoso para preparar el café y un par de latillas de escabeche; varios mendrugos de pan duro envueltos en una servilleta de cuadros rojos y el tarro con pimentón hacen intuir el menú principal de estas gentes. La botella medio llena de vino avinagrado y otras de Kas vacías y con cera escullada en forma de rizos nos indican su utilización como portavelas; una caja de cerillas húmedas e inútiles; unos trozos de velas usadas con el pabilo ennegrecido y algunos  retazos de periódicos con la fecha de un par de meses atrás. Un dalle desmangado y con la hoja cuarteada, aburrido de no segar hierba desde hace años; una cayada y un escobón hecho con cuelmos de retama apoyados en algún rincón completan el escenario que variablemente se nos presenta cuando visitamos estas rústicas viviendas. 


Chozo del Campo de Montiel
Los chozos están ubicados en lugares estratégicos como son los praderíos de altura al pie de las murallas de roca y justo en el arranque de las vallejas cuajadas de fronda, donde los nacederos de los manantiales devuelven todo el agua bebido por las peñas durante el largo invierno y el pastizal es más verde y fresco. Los pastores a lo largo de los siglos convirtieron estos pasteaderos en majadas limpiando el terreno de piedras, piornos y retamas, brezos y aulagas que pudieran estorbar al ganado. Con las piedras apañadas, las más regulares de forma, levantaron las paredes del chozo, la paridera y algún cobertizo; con el resto, los muros de los apriscos, pilones y abrevaderos. Estas sencillas construcciones sirvieron de viviendas en los estíos a los pastores trashumantes y de resguardo a los naturales del lugar en los días desapacibles. Sencillas en su fábrica y adustos en su interior pues apenas contenían nada superfluo para unas personas que no necesitaban apenas nada. 

El acceso a los chozos se hacía por seculares cañadas y cordales, caminos de herradura y un sin fin de senderos y veredas por donde los pastores subían y bajaban el rebaño, la vacada o la yeguada. Para acometer su guía, nada mejor que una buena vara de avellano en ristre para zurcir a las vacas remolonas y recios jaleos a los careas que, con sus ojos de espada y su mirada de cuchillo, encarrilan el ganado menudo por la trocha, siempre prestos a propinar la dentellada a la oveja descarriada o a la cabra rebelde que no haya conseguido zafarse del diente del can rebrincando hasta algún risco o bardal.


Chozo típico de Gredos

Hay oficios que no se aprenden si no que se maman. El pastor ya nace pastor, así como el marinero y el minero. Su vida no es la bucólica y calmosa que se nos presenta en nuestro imaginario o en la literatura romántica. Al contrario, requiere gran sacrificio, dedicación y entrega, pues no sabe de vacaciones ni de festivos. El ordeño de las ovejas paridas, la atención con mimo de las enfermas, o el careo continuo de las ovejas horras, buscando los rodales de pasto lozano para que enseben bien, le emplean un buen rato. Luego vienen los muchos momentos de desasosiego: una tormenta, una pérdida o despeño de una res le pueden ocasionar harto estrago. La alerta nunca cesa: sabe que el lobo merodea la majada y en el momento en el que baje la guardia, el potro, el jato o el cordero pagarían la negligencia. Los ojos puestos en el hatajo no descansan jamás, escrutando palmo a palmo por la fragosidad de las peñas, pues al menor descuido la lobada acechará el redil. Luego viene la soledad, la extrema soledad. Las horas pasan y cada hora vale lo mismo que la anterior.


Chivitero típico de Sayago

Después de espolear la cantimplora con dos buenos tragos de agua y almorzar una docena de peladillas y una pieza de fruta, entorno la puerta con no poco esfuerzo, intentándola ajustar al marco, echo el tranco y todos los objetos habitantes del chozo van cayendo en el somnoliento letargo. Retomo con brío la marcha. Atravieso la campera salpicada de lirones, atrochando con decisión en busca de la riega, la cual poco a poco va encajándose en la vaguada para enfilar la pindia varga y ganar el portillejo, aún cubierto con la última nieve del año. Atrás va quedando la braña con sus muros de piedra envueltos en yedras, zarzas de espinos y ortigas y el solitario chozo esperando la visita del próximo caminante.


Pastor bereber del Atlas


martes, 5 de junio de 2018

El mosaico de Océano y las Nereidas





La aristocracia romana era gente refinada y de gustos exquisitos, sin duda.
Las villas donde moraban las colmaron de suntuosidad como por ejemplo con el empleo del suelo radiante o, entre las delicadezas preferidas, con la decoración de sus baños de aguas termales con preciosos mosaicos; unos enormes rompecabezas de miles de teselas cuadradas multicolores.

El dios Océano (qué mejor que una deidad acuática para decorar unos baños) de Villa Possidica es de una perfección y belleza sobrecogedoras. El maestro mosaiquista le otorgó carácter marino usando largas y sinuosas algas como barba y cabellera. Y, para conseguir el efecto deseado, utilizó tantos verdes cuantas teselas de diferentes matices verdosos y verdiazuladas encontró. Unas pinzas y unas patitas de crustáceo sobre la frente enfatizan tal naturaleza marina.

Pero además el artista logró una alta cota de perfección en la obra con las ricas encarnaduras del rostro, con la simetricidad de las facciones y la sugerente e incisiva mirada de esos ojos almendrados que parecen buscar al espectador, al bañista en este caso.

Si impacta este mosaico verlo así, al natural, no me imagino la sensación producida contemplarlo en el fondo de la piscina, con los miles de daditos de cerámica vidriada refulgiendo a través del agua cristalina, la cual aumenta la viveza cromática. Un placer solo para dioses. A mí no hay quien me quite de la cabeza lo que siempre he dicho: - Con Vespasiano vivíamos mejor....



Mosaico de Océano y las Nereidas

Villa Possidica (entorno Monasterio de La Trapa - Dueñas - Palencia)


sábado, 7 de abril de 2018

El corral de comedias



El corral de comedias




Corral de comedias de Almagro (Ciudad Real) 




La comedia de los siglos XVII y XVIII, período que se ha convenido en llamar como Siglo de Oro, y muy bien llamado, por cierto, por lo deslumbrante de la producción y calidad literaria, digo que fue una manifestación artística y espectáculo popular precursor del teatro tal y como lo conocemos hoy en día. En dicha época este entretenimiento era más extenso y variado. Toda una suerte de actos escénicos, de los cuales los entremeses fueron los más valorados por su comicidad; músicas y bailes de moda como las mojigangas y las jácaras, hicieron las delicias de los vecinos. Cualquier representación teatral, salvo los autos sacramentales, ya fuera dramática o cómica, era llamada comedia, la cual fue  pensada para el solaz del pueblo llano, y hacia él se dirigieron todo ese conjunto de obras ágiles y divertidas. 


El corral de comedias de Almagro es una joyita que posiblemente no tiene parangón en el mundo. Aunque en España hubo muchos éste es el único que ha llegado íntegro, en cuanto a su fisonomía original, hasta nuestros días. Su conversión, tras su cierre, en un mesón ordinario seguido de unos entapiamientos del escenario lo salvó de la ruina y permitió su conservación; quizás también gracias al olvido en el que quedó sumido ese rinconcito escondido en un costado de su plaza mayor. Felipe V los prohibió por insalubres (no había urinarios) y por ser lugares donde germinaba con facilidad la pendencia y los desórdenes, así cayeron en desgracia y fueron desapareciendo o reconvintiéndose en otros teatros modernos, pero éstos ya nunca más volvieron a ser corrales de comedias ya que se impuso el modelo italiano de espacios cerrados, que es el actualmente reconocible en todas las ciudades. 


El corral de comedias es genuinamente español. El de Almagro como sobreviviente y otros emplazamientos (estoy pensando en las corralas de Lavapies del Madrid más castizo) consistentes en unas viviendas dispuestas de tal forma que los balcones forman largas galerías asomadas a un patio interior, nos dicen cómo fueron aquellos primitivos teatros: alrededor de un patio abierto, central, cuadrado y soportalado se disponen dos pisos de galerías corridas con balaustrada de madera. El escenario ocupa un frente del cuadrilátero y se sitúa en un plano superior gracias a un entarimado. Debajo de ese tablado hay un foso donde las compañías guardaban sus bártulos, los actores podían irrumpir en escena y se alojaba el apuntador siempre atento para hacer el quite al actor desmemoriado. Como fondo se utilizaban enormes telas decoradas o, como en el teatro de Almagro, una reproducción o imitación de un edificio de dos plantas, con sus ventanas y balcones, que facilitaría el diálogo cruzado entre los personajes. 


El decorado era austero pero suficiente; el público de esa época no necesitaba de grandes artificios visuales, bastaba con que el actor invocara sutilmente a la luna para que el personal se sumiera imaginariamente en la noche cerrada. Tampoco había telón corredizo, así que para anunciar el inicio de la función sonaba la música o subía un presentador que a grito pelado iba consiguiendo hacerse escuchar entre la algarabía para ordenar silencio y proceder a la presentación de la obra. Los días de representación eran excepcionales y esperados como agua de mayo. Durante la función, la cual duraba varias horas, seguramente hasta la puesta del sol en los largos veranos, se podía beber y comer, se reía y lloraba, se aplaudía si la obra fue del gusto del respetable o silbar, insultar e incluso arrojar fruta y verdura a los comediantes si desagradó. 








Los asistentes podían interrumpir con cualquier chascarrillo que se les ocurriera buscando la bronca o la carcajada del resto. Estas costumbres que ahora nos resultarían chocantes aportaron una denodada vitalidad a la gala y causaron gran regocijo en el pueblo. No obstante, un mozo forzudo, con redaños y armado con una garrocha vigilaba que ningún exaltado se propasara, y si los disturbios pasaban a mayores los alguaciles expeditaban a los gamberros poniéndoles a la sombra. Pero lo normal es que la tarde trascurriera amena y con harto gozo. 


Un zaguán recibía a los espectadores y una vez en el corral iban colocándose en las diferentes zonas según el precio de la entrada, de pie o sentados, y siempre separados por sexos, como mandaba los usos y buenas costumbres. Bueno, siempre no, que ya sabemos que la vara de medir es diferente según quién sea el medido. Cerca del escenario estaban dispuestos los aposentos (preludio de los actuales palcos) reservados para los nobles señorones de la villa que esos sí podían ir acompañados de sus esposas, para ellos había manga ancha, aparte de que eran acomodados con un poco más de delicadeza por parte de los aposentadores. 


El público corriente y moliente debía buscarse una plaza en los bancos corridos y escaños como podía, y como no había límites de aforo, todo el mundo que adquiría el pase tenía derecho a un puesto, para ello contaban con la inestimable ayuda de recios apretadores que a fuerza de empellones hacían sitio donde no lo había. Eso sí, con las damas hubieron de tener exquisito cuidado ya que no estaba consentido, como debe ser, poner la mano encima. Pero se las ingeniaron para acomodarlas también. Y es que las muy cucas acudían con unos vestidos montados sobre el miriñaque, un armazón que les hacían ganar vuelo y amplitud de contorno. Aunque esa facha les hacía aparentar más orondas, poco les importaba. El caso era procurarse un espacioso hueco, el que ocupaba las posaderas más medio metro de regalo a cada lado, así podrían estar a sus anchas en esa lata de sardinas, pero como digo los apretadores descubrieron la treta y con ello apareció la solución: con una vara de medir (y esta vez en sentido real, no figurativo) les señalaban el espacio mensurado y todo lo que rebasara la vara era lo que tenían que encogerse, así que esas buenas señoras entre culazo y culazo para un lado y para otro iban ajustando el vestido al nalguerío hasta caber todas ellas. Y así cumplían los apretadores el cometido de apretar sin empujar y sin tocar piel de fémina. 


Para soportar tanto arrejuntamiento y apretaduras ocasionadores de no pocos vahídos y sofocos, se disponía en el porche de entrada, junto al pozo, la alojería (el ambigú de antaño) donde se preparaba y servía tentempiés y el refresco de moda: la aloja, una hidromiel fresquita y especiada con canela y pimienta; pura sabrosura que quitó la sofoquina a más de uno en las tórridas tardes estivales manchegas. 


Y en ese ambiente los almagreños pudieron disfrutar de lo lindo con las obras de nuestros más grandes creadores: Tirso de Molina, Lope de Vega "El monstruo de la naturaleza" como le bautizó Cervantes, Calderón de la Barca "El fénix de los ingenios", y con la representación teatral de sus obras a cargo de verdaderos profesionales, el drama se elevó a las mayores cotas interpretativas, se desarrolló la novedosa comedia de intriga, los conflictos dramáticos suscitados en enjudiosos monólogos, las chanzas gracias a las bufonadas del bobo y, por supuesto, la deseada comedia de enredo con la aparición de la sirvienta confidente y chismosa y la del criado gracioso, personaje que con su audacia y afilados chistes hizo las delicias del público. 


Aquellos pobres diablos, los comediantes, se trasladaban con sus carromatos de villa en villa, malviviendo la mayoría de las veces porque el oficio de actor y actriz, a pesar de la afición del pueblo español al teatro, no tenía la consideración que ahora tiene y tuvieron que hilar muy fino para agradar al respetable y provocarles una risa pensativa, incluso dejar traslucir con la sátira una sutil crítica social, y en ese afán derrocharon una chisporreante verborrea en los diálogos y lo dieron todo con sus gesticulaciones desbordantes y exageradas con tal de meterse al público en el bolsillo.



viernes, 26 de enero de 2018

El pinar de Valsaín



El paisaje que vemos a nuestro alrededor nos viene dado por la orografía, por el clima de la región y también por el trato que le hayan dado sus moradores a lo largo del tiempo. Empiezo así esta narración con la mente puesta en el adusto y triste paisaje que me rodea. La Meseta ha destinado casi todo el territorio a la agricultura. Hace muchos siglos se roturaron las matas de encina, quejigo y roble y apenas las menguadas zonas de monte han quedado como terreno libre donde han podido pervivir arbustos, matorrales y un puñado de árboles. Me sorprende ver el poco aprecio que se tiene  en este país a los árboles; nadie los planta y a muchos molesta su presencia: fíjense que no exagero pues se han talado todos los que jalonaban las cunetas de nuestras carreteras, los que medraban al amor de acequias de riego y regatos y los que consiguieron hacerse un hueco en las lindes de las propiedades. 


Como consecuencia de haber dejado la llanura de Castilla como un solar nos viene lo que tenemos: una tierra yerma, desértica, casi sin vida, porque es sabido que el agua solo visita las montañas y los bosques, al fin y al cabo lugares generadores de vapor de agua y por ende de las nubes. Y es sabido que en donde la naturaleza es menospreciada y maltratada no podemos esperar de ella compasión o generosidad. Con esta reflexión obvia y que no les cuento nada que no sepan me sirve para enfatizar la importancia de mantener los bosques.


Las masas forestales están ubicados en esta región, por tanto, en la orla montañosa que circunda la meseta: hayedos y robledales en las faldas de la Cordillera Cantábrica; pinares en las sierras de la Ibérica como son La Demanda y Urbión y en la cadena montañosa Central como son Ayllón, Somosierra y Guadarrama; y los encinares, muchos de ellos adehesados, en el confín del padre Duero donde hace raya con Portugal.


Y poco a poco me voy acercando a presentarles un lugar donde voy con cierta frecuencia, máxime desde que se ha construido el autovía llamado de Pinares que une Valladolid y Segovia, con lo que se me ha acortado la duración del trayecto desde Palencia a la Sierra de Guadarrama, y gracias a mis buenas amigas montañeras segovianas quienes me han enseñado sus senderos y veredas: Fonfría, Siete Picos, La Camorca y Peña Citores es toponimia que para mí ya es reconocida de sobra. Les estoy hablando del soberbio pinar de Valsaín. Y les voy contando someramente, al hilo de lo que anunciaba en la presentación del relato, algunos retazos de su devenir histórico porque al fin y a la postre es lo que ha conformado el magnífico estado de conservación del paisaje que vemos al día de hoy. 









El pinar de Valsaín se halla en la vertiente norte de la Sierra de Guadarrama (algunos se empeñan en llamar, con gran regocijo y aplauso ante el bautismo con el nuevo nombre, como Sierra de Madrid; y es que a los políticos les encanta que en los nombres de los lugares se haga referencia a su demarcación ejecutiva) y ve nacer el río Eresma, ese río que todos conocen en sus visitas a la bella Segovia y que como una serpiente va enroscando los cantiles donde se alza su magnífico casco histórico. Es tan formidable este pinar que siempre ha captado la atención del hombre a lo largo de los siglos. No en vano la construcción del acueducto de Segovia solo fue posible por la disponibilidad de ingentes cantidades de madera que necesitaron para el andamiaje, así como la construcción de los grandes palacios reales españoles que, si bien tuvieron que estar cercanos a la Corte (El Escorial, Palacio Real, Riofrío, La Granja de San Ildefonso,...), no se hubieran podido haber erigido si no hubiera habido esta masa forestal, la cual proveyó de toda la madera necesaria. 


La tala indiscriminada ha sido siempre su principal amenaza. La madera fue codiciada como material con que hacer vigas y andamios, pero también como combustible para enrojar los hornos de la fábrica de cristales de La Granja, por ejemplo. El diente del ganado, caprino sobre todo, también diezmó la superficie forestal.


Los otros personajes que se fijaron en el pinar fueron nuestros reyes, que de siempre han mostrado una desmesurada afición venatoria: los Trastámara de Castilla, sus sucesores Habsburgo y, por último, los Borbones han frecuentado estos parajes en busca de venados, jabalís y, al menos en tiempos pretéritos, osos como ejemplar de caza excepcional. Y con ese fin de disfrute de recreo y descanso ordenaron edificar palacetes y casonas de verano. Y mal no vino el que fuera así ya que el monarca Carlos III, ante el deterioro paulatino del bosque debido a las talas, y ante el peligro de quedarse sin piezas que cobrarse en sus habituales monterías, compró grandes extensiones de monte en favor de la casa real lo que al cabo fue su salvación. Al menos las concesiones de aprovechamiento de leña y pastoreo que correspondían a la Comunidad de Villa y Tierra de Segovia desde el medievo fueron respetados, eso sí y por fin, con restricciones rigurosas. 


Pocos decenios después, ya en el siglo XIX, el peligro para el pinar acechaba de nuevo ya que varios lotes fueron desamortizados en virtud de la fatídica Ley del Ministro Mendizábal por la cual pasaron de unas "manos muertas" a otras más muertas aún,como eran las de algunos grandes terranientes y ricos burgueses quienes fueron los únicos que pudieron adquirir esas amplias porciones de monte. Pero éstos no tenían otro interés que la obtención de dinero rápido y fácil a través de la venta de cantidades exorbitantes de madera obtenidas de las talas "a matarrasa" que se dice. Una segunda desamortización y más dañina aún, tuvo lugar con el ministro Madoz con cuya ley se facilitó el acceso de más expoliadores (ahora fueron amigotes del General Serrano, a la sazón Regente del Reino) a otras zonas aledañas del pinar, donde el rebollar y melojar se hacían hueco en donde no había pino. Y no me digan que esta forma de actuar, como es la de conseguir dinero rápido y fácil, sin importar el menoscabo que produce en el territorio, no les suena... Me refiero a la gran similitud con lo que hemos convenido en denominar  "economía del ladrillo" y  "pelotazos inmobiliarios" gracias a los cuales Ayuntamientos y particulares han embolsado "parné" a espuertas... En esta España incorregible hay prácticas que nunca cambian y me temo que nunca cambiarán....





Pero no nos desviemos y sigamos avanzando en el tiempo. El caso es que gracias a la acción denunciatoria de esas ventas ilegales a cargo del ilustre benefactor, el ingeniero de Montes Don Roque León del Rivero pudieron revertir la propiedad de todas esas enormes matas de pino a la Corona y ya para siempre al dominio público. Con la Segunda República pasó de la Corona al Patrimonio del Estado quien definitivamente ostenta la propiedad y es responsable de su custodia y vigilancia. 


Mientras tanto los gabarreros, como así se les conoce en la comarca a los paisanos que trabajan en el monte, cortando y sacando la madera con caballerías y carros (actualmente con medios mecánicos) para su venta, fueron perfeccionando el sistema de aprovechamiento sin menoscabar un ápice la calidad de la foresta, pues solo cortan los pinos de más porte por viejos, escogidos uno a uno, de tal forma que con ese sistema de aclaramiento de la fronda, entra luz al suelo, calentándolo y permitiendo una óptima germinación del piñón. Luego, de todos los regualdos nacidos se hace un desbroce para que solo medren los elegidos, de tal forma que al cabo de unos años se haya renovado toda la arboleda. A resultas de estas buenas prácticas postreras, del último siglo y medio, el bosque fue recuperándose. 


Retomando el hilo de la introducción de la narración, nos hallamos ante uno de los más importantes y hermosos bosques de pino silvestre de España. Pero su interés no está solo en el deleite visual. El pinar y la sierra entera es un ecosistema único que alberga una gran cantidad de flora y fauna, algunos endemismos, y confiere un inestimable reservorio de agua y oxígeno. Madrid, que funciona como un enorme país dentro de un país, empieza a los pocos kilómetros pues nada más tocar los primeros pueblos serranos del sur: Cercedilla, Rascafría, Navacerrada, Manzanares,.... el territorio está totalmente humanizado y urbanizado hasta Aranjuez, ciudad que da paso a otra estepa, la manchega. Es decir, desde Guadarrama hacia el sur ya no disponemos de más bosques hasta rebasar Sierra Morena para encontrarnos con los alcornocales andaluces. Madrid, como gran urbe, presenta graves problemas de contaminación del aire, pero creo que sería absolutamente inhabitable si no hubiera tan cerquita el gran pulmón guadarramero. 






Poco a poco los administradores de lo público, con gran reticencia, también hay que decirlo, les ha entrado en la mollera la importancia de conservar en las mejores condiciones el monte y el bosque y hace pocos años por fin se ha concedido a la sierra la máxima figura de protección ambiental que tenemos en este país. El Parque Nacional de Guadarrama es el último parque que se ha consituido en España y esperemos que este galardón sea una herramienta para su custodia y salvaguarda y no un mero reclamo turístico. Les animo a que visiten el magnífico pinar de Valsaín y todo Guadarrama, eso sí, pasen de puntillas... Muchos parajes de la sierra no soportan ya más presencia turística.