viernes, 14 de septiembre de 2018

-“De aquí no pasamos, don Pedro…”

“De aquí no pasamos, don Pedro… " - exclamó el Cainejo cuando se toparon con el insuperable obstáculo rocoso que les impedía progresar por la chimenea y punto crucial que, de superarlo, les dispararía a cumbre y alcanzar así la gloria pero, de claudicar y no conseguirlo, no solo hubieran fracasado si no que se hubieran encontrado en un punto, seguramente, de no retorno. Un ímpetu y un arsenal de sangre fría que les hizo tomar la decisión suicida de salvar ese escalofriante paso más una buena dosis de buena suerte es todo lo que necesitaron estos chiflados para escribir la página más grande del montañismo en España.


Naranjo de Bulnes / Picu Urriellu (2519 m.)


En esta foto muestro la montaña quizá más amada por los montañeros que frecuentamos la Cordillera Cantábrica: el Naranjo de Bulnes. Este enorme torreón cilíndrico de 2519 metros tiene todos los elementos para ser reputada como la montaña más legendaria de España, pues el anecdotario fecundado en sus muros y las leyendas forjadas con sus escaladas es infinito. Pero me voy a centrar en narrar su primera ascensión, verificada en los albores del siglo XX, que fue tan heroica como emocionante y está considerada como la gran hazaña de nuestro montañismo; una aventura épica con la que nuestro país se bautizó en el alpinismo o, quizá sea mejor dicho, en la escalada de dificultad.


La última cima virgen

Los Picos de Europa fueron visitados en las postrimerías del siglo XIX muchas veces por expedicionarios franceses: geólogos y geógrafos que andaban cartografiando los macizos montañosos y que quedaron prendados ante la belleza de sus afiladas agujas y sus esbeltas torres. Como necesitaban coronar sus cumbres para realizar sus mediciones geodésicas fueron ellos los pioneros en realizar las primeras ascensiones, antes que los propios paisanos cabraliegos y cainejos, pastores que no tenían mayor interés en subir las peñas más que cuando había que rescatar la res perdida o enriscada.


Naranjo de Bulnes: caras Sur y Este


En el corazón del macizo central, en su vertiente asturiana, entre el conjunto de recios montes que llamaban en el país Los Urrieles, destacaba un bravío monolito calcáreo conocido como Picu Urriellu o sencillamente El Picu. Aquellos exploradores lo rodearon muchas veces buscando los recovecos por dónde hincarle el diente, pero sus contrafuertes lisos y verticales les hicieron desistir de escalarlo por estimarlo inexpugnable. Fue el hueso más duro de roer hasta que su cumbre fue desvirgada en 1904 por dos audaces y singulares personajes: un aristócrata asturiano loco por las alturas, Pedro Pidal; y Gregorio Pérez, su fiel guía, un cabrero del pueblo Valdeonés de Caín, apodado por ello Cainejo.

La jornada de la ascensión así como los días que la precedieron se conoce con muy pocas dudas cómo discurrieron, pues ambos protagonistas tuvieron el acierto de dejar sendas crónicas redactadas generosamente detalladas y con una esmerada y elegante prosa. Me llama especialmente la atención la del Cainejo, un humilde pastor, por la pulcritud de la narración. -¿Acaso fuera un escribano quien pasó el dictado a negro sobre blanco? – Quizá, pero en todo caso es lo de menos...

Con este preámbulo paso a relatar la gesta con mi voluntarioso verso, a ver si soy capaz de transmitir un poco de la fascinación que siento por esta asombrosa historia:


Un capricho, una chifladura.....

Don Pedro Pidal, Marqués de Villaviciosa, fue un aristócrata asturiano, Diputado a Cortes, descendiente de una influyente y acaudalada familia gijonesa y amigo de cacerías del rey Alfonso XIII que, lejos de llevar una vida plácida y acomodada, como correspondía a su pertenencia a la alta burguesía, sus inquietudes deportivas y aventureras y su vitalidad arrolladora hicieron que su mayor afán se repartiera entre la afición a la caza y la pasión por las montañas cantábricas. Las amó como nadie y así lo demostró, pues no cejó en el empeño de ver la Montaña de Covadonga declarada como Parque Nacional; el primero de España.


Pedro José Pidal y Bernaldo de Quirós, 
marqués de Villaviciosa (1870-1941)


Pidal sabía que el Conde de Saint Saud, geólogo francés y consumado pireneísta que exploró en varias ocasiones los Picos de Europa, venía completando las primeras ascensiones de las torres más importantes de los tres macizos: la Santa de Castilla, Peña Vieja, el Llambrión y la mayor de todas, la del Cerredo, e intuía que la ascensión al Naranjo sería resuelta más pronto que tarde. Los conocimientos técnicos de escalada de estos científicos franceses eran superiores a los de los españoles donde esta actividad era novedosa y apenas practicada, no en vano aquéllos venían de batirse el cobre en las recias cumbres alpinas y pirenaicas.


El marqués barruntó que Saint Saud le venía pisando los pies en su aspiración de ser el primero en tocar su cima y también, por lo visto, un grupo de montañeros ingleses que andaban en las mismas. El que un extranjero fuera quien coronara la última cima virgen e hiciera ondear una bandera que no fuera la rojigualda le debía poco menos que revolver las tripas. Poco a poco, el capricho de escalar el Naranjo se fue transformando en su cabeza en propósito: tenía claro que tenía que intentarlo, arriesgar y llegar más lejos que sus contrincantes fracasados para que su acto empezara a ser meritorio. Fue tal la obsesión de conquistar el Picu que lo convirtió en su chifladura. 



El grandioso anfiteatro que corona la cara Sur

Así que, rebosante de ambición y moral e imbuido de un patriotismo exacerbado, se puso manos a la obra y se lanzó a la loca empresa de cumplir ese sueño. Lo que cualquier otro lo hubiera tomado por pura quimera el marqués lo veía viable y en pro de ello no escatimó esfuerzo ni dineros, también es verdad que a nuestro excéntrico personaje le sobraba tiempo en qué entretenerse y plata que gastar, pues manco precisamente no andaba.

Lo primero que iba a necesitar era contar con una cuerda resistente pero tan ligera que pudiera ser portada por una persona con comodidad por las peñas, así que viajó a Londres para comprar la mejor, una de cáñamo de las que se venían utilizando por los montañeros de Europa y seguidamente se desplazó a Chamonix, el pueblo de los Alpes donde se cocía todas las novedades de la escalada de dificultad donde se entrenó en el manejo de la cuerda y en otras técnicas alpinas. Regresó a España con sus lecciones aprendidas en el granito alpino, repleto de coraje para afrontar el reto. Por último, Pidal, aprovechando un viaje a Madrid, adquirió en un modesto comercio unas alpargatas de esparto, siguiendo las recomendaciones de otros escaladores como el calzado más idóneo para tratar la adherencia en la roca caliza.



La alianza

Arrancaba el mes de agosto de 1904 cuando Pidal, ya en Asturias, se trasladó a la montaña y ordenó dar aviso a Gregorio Pérez “el Cainejo” para que se reuniera con él en la Vega de Ario con la idea de acometer la ascensión al Picu tal y como habían acordado el verano pasado. Gregorio era la persona idónea: un hombre de su confianza, adaptado al terreno por su condición de cabrero y cazador de rebecos, y además estaba bregado en otras ascensiones difíciles, por ejemplo, doce años antes y en solitario había logrado la apertura de la Canal Estrecha a la Torre Santa, el otro coloso.


Gregorio Pérez Demaría "el Cainejo" (1853-1913)


El Cainejo, imagino que cuando el marqués desempolvó el proyecto y le recordó su intención, tendría que tragar tres veces saliva, pues él sabía mejor que nadie que el Picu era inaccesible por ninguna de sus caras, no solo para el hombre sino aun para los rebecos, y eso ya era mucho decir.... Pero Don Pedro supo buscarle las cosquillas e inocularle el veneno de la gloria de ser los primeros en tocar su cumbre. Gregorio, tal vez no quiso contrariar al persuasivo señorón o no quiso defraudarle; o tal vez compartía el mismo anhelo y no necesitó de más convencimientos; no en vano el Cainejo era conocido como “el atrevíu”. El caso es que aceptó de buen grado acompañar a don Pedro en la aventura y así forjaron una inquebrantable alianza de cariz quijotesco.


La víspera: jornada de reflexión

Decía que se reunieron en la majada de Vega de Ario y, sin más demora y para ir calentando músculos, determinaron subir dos montañones en el día: primero la Torre de Santa María de Enol y de seguido, tras descender hasta el Jou Santo, la enorme hoya que separa ambas montañas, la otra Torre Santa, la de Castilla, ya conocida por el Cainejo unos cuantos años antes, en cuya canal, por su mayor dificultad, tuvieron ocasión de probar el encuerde de a dos. No había más tiempo que perder y se lanzaron al objetivo principal. Durmieron en las cabañas de Vega de Ario de nuevo y de madrugada descendieron por Ostón a la garganta del Cares, tajo profundo que corta la cordillera de Picos y separa los dos macizos. A esta brava gente el mal terreno y los fuertes desniveles no les hacía mucha mella.

Salvado el río remontaron por la falda del inacabable Monte Llué, ya en Los Urrieles, como llaman los asturianos a esa parte del Macizo Central, hasta la canal de Camburero, en la ruta normal en aquella época para acceder al Naranjo. Como esa canal está hundida no se podía divisar el Picu, así que tuvieron que subir a un cerro vecino para escudriñar con los anteojos toda su fachada norte la cual pensaron que era las más vulnerable de las cuatro y la única que les podía ofrecer alguna vía que les diera la posibilidad, aunque remota, de progresar. 

Gregorio y Pedro veían su mejor terreno en la roca arrugada y accidentada de esta cara antes que las placas esmeriladas de las otras vertientes de las que recelaban. Por eso la fachada sur, mucho más sencilla, pasó desapercibida a los ojos del marqués, porque él solo veía placas lisas y no intuyó que los canalizos verticales que las surcan, como tubos de órgano, eliminan en parte el inconveniente de la falta de adherencia. Así que dieron por bueno aquel terreno peleón y agreste de dicha pared. Una vez esbozado el plan bajaron a las cabañas de la majada de Camburero para dormir esa víspera.





La imponente cara Oeste del Naranjo. Quizá su inmenso
frontón anaranjado sea lo que le haya bautizado con ese nombre


Una hazaña sin precedentes...

En la madrugada del 5 de agosto aún esperaron un rato a un tercer componente de la cordada, Inocencio, un vecino de Bulnes, quien no se presentó seguramente porque el aviso no le llegó a tiempo, así que, desestimada su recluta, se encaminaron hacia la peña. Ya en las inmediaciones, subieron a una morra que les ofrecía una perfecta vista de la pared para volver a escrutar más de cerca el terreno y trazar un plan definitivo. 

El perspicaz marqués supo interpretar el descomunal frontón que tenía delante de sus ojos y atinó a reconocer una vena en la pared: desde la base de la montaña, encima de un derrubio de piedras, averiguó una traviesa conformada por arriesgadas cejas y terrazas que poco a poco iban ganando altura y con una clara traslación de izquierda a derecha hasta un rellano. Desde ahí advirtió un terreno más amable que les conduciría hasta un hombro donde nacía una enorme grieta vertical que tajaba toda la pared hasta casi la cumbre. Si conseguían alcanzar esa chimenea veían claras posibilidades de vencer el muro. El primer tercio de la grieta lo veían factible pero ya no podían imaginar cómo estaría en su tramo superior si no era presentándose allí y metiéndose en ella. Sospechaba, asimismo, que salvada esta dificultad el acceso a la cumbre sería coser y cantar. Estos insensatos tenían una fe ciega en sus fuerzas, en su afán y en la cuerda.

Una vez pergeñado el plan de ataque se aproximaron a la base del Picu, almorzaron y dejaron los morrales a pie de de obra para subir así lo más ligeros posible (esto sí que fue un gran acierto, pues portaron poco más que la cuerda y los anteojos) y comenzaron la escalada. Los primeros riscos ya les presentaron batalla que fueron obviando de una forma tan eficiente como temeraria: ambos se encordaron a la cintura y el Cainejo, mejor escalador, siempre yendo en vanguardia y a pie descalzo para ganar adherencia, trepaba con agilidad hasta un descanso seguro donde poder afianzarse para recuperar con la cuerda a Pedro. 

Sabían que el fallo de cualquiera de ellos y en una eventual caída el otro no podría aguantar el tirón e irremediablemente uno arrastraría al otro. Unieron ambos destinos, pero el caso es que yendo amarrados se sintieron más protegidos y así mitigaron el miedo al eventual tirón en caso de caída. En los tramos más difíciles, era Pedro el que le servía de escalera al Cainejo y con sus puños fuertemente cerrados, luego el hombro y por último la cabeza le fue sirviendo buenos peldaños en los resaltes de la roca.


Cara Norte del Picu partida a la mitad por la chimenea

Por fin llegaron a la larga chimenea. El magnífico y soleado día se fue entornando y la niebla, nada rara en Picos, fue cubriendo el valle y trepando en jirones por la falda de la montaña. Lejos de causarles estrago les favoreció ya que la falta de visibilidad les evitó pasar el mal rato de soportar la impresión y tensión que produce mirar el precipicio que iban dejando bajo sus pies. Una vez en la grieta se sintieron como pez en el agua, ahincaron el cuerpo dentro de ella y fueron reptando con las piernas, espalda y brazos en contraposición por sus tabiques verticales. Gregorio tenía la facultad de adherirse a la roca como si sus pies descalzos tuvieran ventosas y fue rápidamente ganando metros y metros. Nuestros héroes estaban en plena excitación: ya habían salvado más de media montaña y por ello se encontraban rebosantes de ánimo pero angustiados por la incertidumbre de saber lo que les depararía el resto de la chimenea.

La fina neblina les hacía transitar por un terreno casi invisible y el silencio sepulcral completaba ese escenario siniestro. Inesperadamente una prominencia en la roca que bautizaron como "panza de burra" les cerró el paso. No había por dónde sortear ese tapón y las aspiraciones empezaron a desvanecerse. El Cainejo exclamó: -"De aquí no pasamos, don Pedro...”. El perseverante y tenaz marqués debió acariciar toda la roca que tenía a su alcance en busca de una laja que le sirviera de agarradero pero, cuando ya lo daban todo por perdido y se disponían a jugársela en un escape suicida por ese despeñadero, de repente dio con un asidero providencial que le permitió corregir su postura, ganar un poco de altura y facilitar a su compañero un paso de hombro, otro con la cabeza y auparle hasta que alcanzó unas presas. Fue una huida hacia arriba. El Cainejo se asió fuertemente a ellas, a pulso fue elevando su cuerpo, gateando, hasta una repisa segura por encima de ese estorbo extra plomado. 


Cara Norte y vía de ascensión (actualmente llamada 
Vía Pidal-Cainejo en homenaje a los dos pioneros)


Luego no tuvo más que remontar a Pedro con la cuerda y a partir de ahí cobraron renovado ánimo ya que el rigor la chimenea empezaba a atenuarse, aunque tuvieron que hacer frente a una segunda panza que resolvieron con las mismas artes. Las piedras sueltas que la cuerda iba removiendo rugían al caer al vacío. A pesar del pavor que tuvieron que sentir, a estos intrépidos ya nada les podía detener; ya se sabían a mucha altitud y olían la cercanía de la cumbre. Agotada la eterna chimenea salieron por fin a un embudo de piedra suelta desde donde se atisbaba la cumbre. No me imagino el gozo que debieron sentir. Pedro se desencordó y corrió ebrio de alegría hacia la cima. El Naranjo de Bulnes había sido conquistado a la una y cuarto de la tarde.

Nuestros dos héroes, exultantes de gloria, olvidaron por un momento las penurias que habían pasado y las que habían de pasar, pues aún debían afrontar el descenso, y se solazaron, absortos, con todo ese paraíso pétreo que la cima del Picu les regalaba: agujas, neveros perpetuos, pasos y collados por donde habían pasado decenas de veces; y riscos y tiros que conocían al dedillo como apostaderos de caza. 



vista desde la cumbre del Picu: la pinturera brecha
 en "V", entre sol y sombra, que llaman Collada Bonita
 

Por fin, advertidos del paso del tiempo, tuvieron que apurarse para bajar, pero no quisieron abandonar la cumbre sin dejar testigo de la proeza: entre ambos apilaron piedras y levantaron tres torretas de la altura de un hombre para que pudieran ser vistas desde abajo. Ahora sí, y con gran pesadumbre, se despidieron de la cumbre y volvieron sobre sus pasos para entrar en la chimenea y regresar por la misma ruta que de subida.

Para acometer el destrepe de la grieta lo resolvieron de la siguiente forma: esta vez sería don Pedro quien iría delante para ser deslizado con la cuerda por su compañero hasta un punto firme donde pudiera armarle la escalera humana y recibirle con sus puños, hombro y cabeza. El mínimo fallo en una mala pisada y la tragedia estaría servida; no había lugar para el error. Hubo un tramo de chimenea que Gregorio no podía descender, pero Pedro, previamente descolgado, acertó una vez más con la solución: conminó al Cainejo a lacear un pedrusco, encastrarlo en la fisura y dar unos buenos tirones para comprobar que quedaba bien fija. 

Una vez que se aseguró que esta roca no cedería bajó agarrándose fuerte a la cuerda y descendiendo a pulso hasta la terraza donde le aguardaba Pidal  -¿Quizá haya sido ésta la primera técnica alpina empleada en España; la de introducir un rudimentario empotrador? Es posible.... Como ya no pudieron recuperar la cuerda al encontrarse anudada tuvieron que cortarla y dejar allí perdido un buen trozo.

Ahora llegaba el momento de destrepar la maldita panza de burra. Nuevamente a Pidal se le encendió la bombilla y atinó con el remedio: pidió a Gregorio que buscara un saliente de roca por donde pasar la cuerda y, para no tener que anudar y perder otro trozo de la ya diezmada cuerda, le instó a descolgarse de los dos ramales mientras Pidal, ya descendido, la mantendría tensa de ambos cabos -¿Acaso esta elemental y peligrosa técnica no es una suerte de incipiente rápel? Sin duda estas mañas las tuvo que ver o aprender en su escalada a la aguja del Dru, en su visita a Chamonix.

Poco a poco fueron sorteando el resto de obstáculos hasta abandonar la fisura. Hoy la suerte estaba echada del lado de ellos. Pero aún les quedaba una enorme dificultad: el acceso desde la base de la montaña hasta la chimenea la hicieron por una vira estrecha, inclinada y pulida que necesariamente debían encontrar para salir de ese laberinto de muros y no acertaban a dar con ella. La noche se echaba encima y ya presagiaban que tendrían que pasar la noche en la pared, amarrados de cualquier forma a alguna roca para no caer despeñados en caso de que el sueño les venciera y les hiciera perder el equilibrio, pero esta vez fue el Cainejo quien dio con la solución encontrando, tras un buen rato de búsqueda, con la entrada de esa escondida traviesa pulida e inclinada gracias a un excremento de vencejo que vio a la mañana. La intuición y pericia montañera de Gregorio hacía que recordara todos los detalles por donde pasaba. De nuevo en la ruta y después de todo lo sufrido, el cruzar esa arriesgada vira lisa, fiándose de la adherencia de sus pies y alpargatas, les debió parecer una menudencia y así pudieron vencer el último estorbo que les ofrecía el Picu.


Foto de familia de Los Urrieles con el Picu en el centro de la imagen

El germen del alpinismo en España

La aventura había terminado, eran pasadas las siete de la tarde y pronto comenzaría a anochecer. Besaron la cuerda que les había dado la llave del éxito, agarraron los morrales y engulleron unos chorizos al vuelo mientras iban escapando de la temible peña que acababan de encumbrar. En la fuente que les cogía de paso dieron unos buenos tragos de agua y devoraron el resto de víveres que les quedaba: unos chorizos y unas conservas enlatadas. Rápidamente enfilaron hacia la Canal de Camburero donde les agarró la noche. Anduvieron perdidos por la enorme pedriza, extenuados, gritando por si alguien les oía, hasta que una pastora que andaba recogiendo las cabras fue quien se percató del despiste de los dos héroes y ya les voceó para dirigirles a la majada. 


Eran las once de la noche cuando entraron en la cabaña. Saciaron la sed y el hambre con tazones de leche de cabra y al amor de la lumbre relataron la fantástica aventura a los pastores que boquiabiertos no daban crédito a lo que oían. Luego durmieron como lirones, extenuados, pero henchidos de gloria. Habían sido conscientes de la enorme gesta que venían de lograr, pero no de la página que acababan de escribir para la historia de nuestro montañismo y solo el destino y el azar caprichoso quiso que nuestros dos locuelos regresaran sanos y salvos.

mi foto de cumbre: con mis compañeros Rafa y Javi, y la Santina...











Vista desde la Vega de Urriellu, al pie del Picu:
la sierra de Cuera emergiendo entre el mar de nubes























6 comentarios:

  1. Muy interesante este relato incluso para los que no somos escaladores. Realmente eran unos locos que se jugaron la vida tanto subiendo como bajando, pero es digno de la mejor novela de aventuras...
    Gracias, Toño.

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  2. Buen relato toño! Espero q haya más

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  3. Un relato original, sobre todo para los que amamos la montaña,y hacemos de este medio, nuestra forma de vida. Entendemos el esfuerzo y las dificultades de estos hombres, en la lucha por conseguir la ascensión de este pico emblematico en aquellos tiempos. Mi más profunda admiración hacia estos aventureros. Y gracias a ti por este relato, que nos ayuda a mantener, al menos en la memoria el espíritu de la aventura. Gracias. Un saludo.

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    1. Gracias por tu comentario, amigo anónimo.
      En efecto, es una bella historia llena de romanticismo.

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