jueves, 28 de junio de 2018

Los chozos de los pastores



Chozo típico de la Cordillera Cantábrica con cubierta de cuelmos

Quienes tenemos por costumbre y hábito salir a dar paseos por la montaña sabemos lo rara que es la excursión durante la cual no nos salga al paso algún chozo de pastor. El chozo invita a la parada por varios motivos: bien por fisgar en su interior y saciar la curiosidad; bien por mitigar el resuello de la caminata y recuperar la respiración; también por guarecerse unos minutos del calor o del frío; a veces por calmar el apetito; o bien por todos ellos juntos, que es lo habitual. Instintivamente el excursionista desvía el rumbo que lleva, enfila el paso hacia la rústica construcción, se acerca a su puerta, de ordinario atrancada pero casi nunca candada y, tras un empellón rotundo que hace que los pernios oxidados cedan, asoma la cabeza para escrutar qué hay dentro. 


Los ojos tardan unos segundos en hacerse a la oscuridad. Poco a poco las pupilas van dilatándose y enseguida se nos muestra una naturaleza muerta: varios taburetes hechos a mano con troncos de haya; el utillaje básico de cocina, casi siempre herrumbroso, sobre una mesa carcomida; un catre con un jergón enmohecido; un perchero del que cuelga un raído zurrón y una pelliza inservible por haberse desprendido casi toda la borra que le dotaba de calidez; un par de cencerros de cobre con el dorado muerto y la carlanca del mastín con sus amenazantes puntas de hierro permanecen dormidos hasta que el curiosón los despierta.


interior de un chozo cualquiera

Cuando el ojo del intruso se ha habituado a la penumbra ya puede adentrarse unos metros y seguir averiguando: un hato de leña, unas urces resecas y una badila para retirar la cernada están junto al enroje. Sobre el alféizar del ventanuco suele armarse un bodegón: un pote roñoso para preparar el café y un par de latillas de escabeche; varios mendrugos de pan duro envueltos en una servilleta de cuadros rojos y el tarro con pimentón hacen intuir el menú principal de estas gentes. La botella medio llena de vino avinagrado y otras de Kas vacías y con cera escullada en forma de rizos nos indican su utilización como portavelas; una caja de cerillas húmedas e inútiles; unos trozos de velas usadas con el pabilo ennegrecido y algunos  retazos de periódicos con la fecha de un par de meses atrás. Un dalle desmangado y con la hoja cuarteada, aburrido de no segar hierba desde hace años; una cayada y un escobón hecho con cuelmos de retama apoyados en algún rincón completan el escenario que variablemente se nos presenta cuando visitamos estas rústicas viviendas. 


Chozo del Campo de Montiel
Los chozos están ubicados en lugares estratégicos como son los praderíos de altura al pie de las murallas de roca y justo en el arranque de las vallejas cuajadas de fronda, donde los nacederos de los manantiales devuelven todo el agua bebido por las peñas durante el largo invierno y el pastizal es más verde y fresco. Los pastores a lo largo de los siglos convirtieron estos pasteaderos en majadas limpiando el terreno de piedras, piornos y retamas, brezos y aulagas que pudieran estorbar al ganado. Con las piedras apañadas, las más regulares de forma, levantaron las paredes del chozo, la paridera y algún cobertizo; con el resto, los muros de los apriscos, pilones y abrevaderos. Estas sencillas construcciones sirvieron de viviendas en los estíos a los pastores trashumantes y de resguardo a los naturales del lugar en los días desapacibles. Sencillas en su fábrica y adustos en su interior pues apenas contenían nada superfluo para unas personas que no necesitaban apenas nada. 

El acceso a los chozos se hacía por seculares cañadas y cordales, caminos de herradura y un sin fin de senderos y veredas por donde los pastores subían y bajaban el rebaño, la vacada o la yeguada. Para acometer su guía, nada mejor que una buena vara de avellano en ristre para zurcir a las vacas remolonas y recios jaleos a los careas que, con sus ojos de espada y su mirada de cuchillo, encarrilan el ganado menudo por la trocha, siempre prestos a propinar la dentellada a la oveja descarriada o a la cabra rebelde que no haya conseguido zafarse del diente del can rebrincando hasta algún risco o bardal.


Chozo típico de Gredos

Hay oficios que no se aprenden si no que se maman. El pastor ya nace pastor, así como el marinero y el minero. Su vida no es la bucólica y calmosa que se nos presenta en nuestro imaginario o en la literatura romántica. Al contrario, requiere gran sacrificio, dedicación y entrega, pues no sabe de vacaciones ni de festivos. El ordeño de las ovejas paridas, la atención con mimo de las enfermas, o el careo continuo de las ovejas horras, buscando los rodales de pasto lozano para que enseben bien, le emplean un buen rato. Luego vienen los muchos momentos de desasosiego: una tormenta, una pérdida o despeño de una res le pueden ocasionar harto estrago. La alerta nunca cesa: sabe que el lobo merodea la majada y en el momento en el que baje la guardia, el potro, el jato o el cordero pagarían la negligencia. Los ojos puestos en el hatajo no descansan jamás, escrutando palmo a palmo por la fragosidad de las peñas, pues al menor descuido la lobada acechará el redil. Luego viene la soledad, la extrema soledad. Las horas pasan y cada hora vale lo mismo que la anterior.


Chivitero típico de Sayago

Después de espolear la cantimplora con dos buenos tragos de agua y almorzar una docena de peladillas y una pieza de fruta, entorno la puerta con no poco esfuerzo, intentándola ajustar al marco, echo el tranco y todos los objetos habitantes del chozo van cayendo en el somnoliento letargo. Retomo con brío la marcha. Atravieso la campera salpicada de lirones, atrochando con decisión en busca de la riega, la cual poco a poco va encajándose en la vaguada para enfilar la pindia varga y ganar el portillejo, aún cubierto con la última nieve del año. Atrás va quedando la braña con sus muros de piedra envueltos en yedras, zarzas de espinos y ortigas y el solitario chozo esperando la visita del próximo caminante.


Pastor bereber del Atlas


martes, 5 de junio de 2018

El mosaico de Océano y las Nereidas





La aristocracia romana era gente refinada y de gustos exquisitos, sin duda.
Las villas donde moraban las colmaron de suntuosidad como por ejemplo con el empleo del suelo radiante o, entre las delicadezas preferidas, con la decoración de sus baños de aguas termales con preciosos mosaicos; unos enormes rompecabezas de miles de teselas cuadradas multicolores.

El dios Océano (qué mejor que una deidad acuática para decorar unos baños) de Villa Possidica es de una perfección y belleza sobrecogedoras. El maestro mosaiquista le otorgó carácter marino usando largas y sinuosas algas como barba y cabellera. Y, para conseguir el efecto deseado, utilizó tantos verdes cuantas teselas de diferentes matices verdosos y verdiazuladas encontró. Unas pinzas y unas patitas de crustáceo sobre la frente enfatizan tal naturaleza marina.

Pero además el artista logró una alta cota de perfección en la obra con las ricas encarnaduras del rostro, con la simetricidad de las facciones y la sugerente e incisiva mirada de esos ojos almendrados que parecen buscar al espectador, al bañista en este caso.

Si impacta este mosaico verlo así, al natural, no me imagino la sensación producida contemplarlo en el fondo de la piscina, con los miles de daditos de cerámica vidriada refulgiendo a través del agua cristalina, la cual aumenta la viveza cromática. Un placer solo para dioses. A mí no hay quien me quite de la cabeza lo que siempre he dicho: - Con Vespasiano vivíamos mejor....



Mosaico de Océano y las Nereidas

Villa Possidica (entorno Monasterio de La Trapa - Dueñas - Palencia)