sábado, 7 de abril de 2018

El corral de comedias



El corral de comedias




Corral de comedias de Almagro (Ciudad Real) 




La comedia de los siglos XVII y XVIII, período que se ha convenido en llamar como Siglo de Oro, y muy bien llamado, por cierto, por lo deslumbrante de la producción y calidad literaria, digo que fue una manifestación artística y espectáculo popular precursor del teatro tal y como lo conocemos hoy en día. En dicha época este entretenimiento era más extenso y variado. Toda una suerte de actos escénicos, de los cuales los entremeses fueron los más valorados por su comicidad; músicas y bailes de moda como las mojigangas y las jácaras, hicieron las delicias de los vecinos. Cualquier representación teatral, salvo los autos sacramentales, ya fuera dramática o cómica, era llamada comedia, la cual fue  pensada para el solaz del pueblo llano, y hacia él se dirigieron todo ese conjunto de obras ágiles y divertidas. 


El corral de comedias de Almagro es una joyita que posiblemente no tiene parangón en el mundo. Aunque en España hubo muchos éste es el único que ha llegado íntegro, en cuanto a su fisonomía original, hasta nuestros días. Su conversión, tras su cierre, en un mesón ordinario seguido de unos entapiamientos del escenario lo salvó de la ruina y permitió su conservación; quizás también gracias al olvido en el que quedó sumido ese rinconcito escondido en un costado de su plaza mayor. Felipe V los prohibió por insalubres (no había urinarios) y por ser lugares donde germinaba con facilidad la pendencia y los desórdenes, así cayeron en desgracia y fueron desapareciendo o reconvintiéndose en otros teatros modernos, pero éstos ya nunca más volvieron a ser corrales de comedias ya que se impuso el modelo italiano de espacios cerrados, que es el actualmente reconocible en todas las ciudades. 


El corral de comedias es genuinamente español. El de Almagro como sobreviviente y otros emplazamientos (estoy pensando en las corralas de Lavapies del Madrid más castizo) consistentes en unas viviendas dispuestas de tal forma que los balcones forman largas galerías asomadas a un patio interior, nos dicen cómo fueron aquellos primitivos teatros: alrededor de un patio abierto, central, cuadrado y soportalado se disponen dos pisos de galerías corridas con balaustrada de madera. El escenario ocupa un frente del cuadrilátero y se sitúa en un plano superior gracias a un entarimado. Debajo de ese tablado hay un foso donde las compañías guardaban sus bártulos, los actores podían irrumpir en escena y se alojaba el apuntador siempre atento para hacer el quite al actor desmemoriado. Como fondo se utilizaban enormes telas decoradas o, como en el teatro de Almagro, una reproducción o imitación de un edificio de dos plantas, con sus ventanas y balcones, que facilitaría el diálogo cruzado entre los personajes. 


El decorado era austero pero suficiente; el público de esa época no necesitaba de grandes artificios visuales, bastaba con que el actor invocara sutilmente a la luna para que el personal se sumiera imaginariamente en la noche cerrada. Tampoco había telón corredizo, así que para anunciar el inicio de la función sonaba la música o subía un presentador que a grito pelado iba consiguiendo hacerse escuchar entre la algarabía para ordenar silencio y proceder a la presentación de la obra. Los días de representación eran excepcionales y esperados como agua de mayo. Durante la función, la cual duraba varias horas, seguramente hasta la puesta del sol en los largos veranos, se podía beber y comer, se reía y lloraba, se aplaudía si la obra fue del gusto del respetable o silbar, insultar e incluso arrojar fruta y verdura a los comediantes si desagradó. 








Los asistentes podían interrumpir con cualquier chascarrillo que se les ocurriera buscando la bronca o la carcajada del resto. Estas costumbres que ahora nos resultarían chocantes aportaron una denodada vitalidad a la gala y causaron gran regocijo en el pueblo. No obstante, un mozo forzudo, con redaños y armado con una garrocha vigilaba que ningún exaltado se propasara, y si los disturbios pasaban a mayores los alguaciles expeditaban a los gamberros poniéndoles a la sombra. Pero lo normal es que la tarde trascurriera amena y con harto gozo. 


Un zaguán recibía a los espectadores y una vez en el corral iban colocándose en las diferentes zonas según el precio de la entrada, de pie o sentados, y siempre separados por sexos, como mandaba los usos y buenas costumbres. Bueno, siempre no, que ya sabemos que la vara de medir es diferente según quién sea el medido. Cerca del escenario estaban dispuestos los aposentos (preludio de los actuales palcos) reservados para los nobles señorones de la villa que esos sí podían ir acompañados de sus esposas, para ellos había manga ancha, aparte de que eran acomodados con un poco más de delicadeza por parte de los aposentadores. 


El público corriente y moliente debía buscarse una plaza en los bancos corridos y escaños como podía, y como no había límites de aforo, todo el mundo que adquiría el pase tenía derecho a un puesto, para ello contaban con la inestimable ayuda de recios apretadores que a fuerza de empellones hacían sitio donde no lo había. Eso sí, con las damas hubieron de tener exquisito cuidado ya que no estaba consentido, como debe ser, poner la mano encima. Pero se las ingeniaron para acomodarlas también. Y es que las muy cucas acudían con unos vestidos montados sobre el miriñaque, un armazón que les hacían ganar vuelo y amplitud de contorno. Aunque esa facha les hacía aparentar más orondas, poco les importaba. El caso era procurarse un espacioso hueco, el que ocupaba las posaderas más medio metro de regalo a cada lado, así podrían estar a sus anchas en esa lata de sardinas, pero como digo los apretadores descubrieron la treta y con ello apareció la solución: con una vara de medir (y esta vez en sentido real, no figurativo) les señalaban el espacio mensurado y todo lo que rebasara la vara era lo que tenían que encogerse, así que esas buenas señoras entre culazo y culazo para un lado y para otro iban ajustando el vestido al nalguerío hasta caber todas ellas. Y así cumplían los apretadores el cometido de apretar sin empujar y sin tocar piel de fémina. 


Para soportar tanto arrejuntamiento y apretaduras ocasionadores de no pocos vahídos y sofocos, se disponía en el porche de entrada, junto al pozo, la alojería (el ambigú de antaño) donde se preparaba y servía tentempiés y el refresco de moda: la aloja, una hidromiel fresquita y especiada con canela y pimienta; pura sabrosura que quitó la sofoquina a más de uno en las tórridas tardes estivales manchegas. 


Y en ese ambiente los almagreños pudieron disfrutar de lo lindo con las obras de nuestros más grandes creadores: Tirso de Molina, Lope de Vega "El monstruo de la naturaleza" como le bautizó Cervantes, Calderón de la Barca "El fénix de los ingenios", y con la representación teatral de sus obras a cargo de verdaderos profesionales, el drama se elevó a las mayores cotas interpretativas, se desarrolló la novedosa comedia de intriga, los conflictos dramáticos suscitados en enjudiosos monólogos, las chanzas gracias a las bufonadas del bobo y, por supuesto, la deseada comedia de enredo con la aparición de la sirvienta confidente y chismosa y la del criado gracioso, personaje que con su audacia y afilados chistes hizo las delicias del público. 


Aquellos pobres diablos, los comediantes, se trasladaban con sus carromatos de villa en villa, malviviendo la mayoría de las veces porque el oficio de actor y actriz, a pesar de la afición del pueblo español al teatro, no tenía la consideración que ahora tiene y tuvieron que hilar muy fino para agradar al respetable y provocarles una risa pensativa, incluso dejar traslucir con la sátira una sutil crítica social, y en ese afán derrocharon una chisporreante verborrea en los diálogos y lo dieron todo con sus gesticulaciones desbordantes y exageradas con tal de meterse al público en el bolsillo.