Hoy les presento un sitio mineralógico cuya visita no puede defraudar a nadie y es más, considero inexcusable su visita para quienes gustamos de solazarnos con los retazos de nuestra historia y con las formas de vida de los que nos precedieron.
Las Salinas de Añana se hallan en el sur de la bella Álava, y ocupa un amplio vallejo agraciado con su irrigación por varios manantiales salinos.
La curiosidad a uno le asalta cuando se entera de que Añana está encima de uno de los escasos y contados puntos con sal bajo tierra, y para que esto haya sido así han tenido que sucederse unas cuantas casualidades geológicas. En el caso que nos ocupa, en el solar de Añana ha tenido que haber necesariamente un mar, ese mar ha tenido que ir constriñéndose hasta su completa desaparición; durante ese largo proceso, mientras que el agua se esfumaba por evaporación, las sales iban precipitándose y, sobre ese fondo salino, se han tenido que acumular muchas capas de diversos sustratos hasta quedar definitivamente enterrada la masa de sal.
Por fin el agua de lluvia hace el resto: atraviesa las capas de materiales depositadas sobre el viejo mar, llega a la veta, diluye la sal y la salmuera generada capilariza y asciende hasta encontrar un punto donde manar a la superficie. En definitiva, un cúmulo de azares se tienen que solapar para que tal prodigio acontezca.
El hombre prehistórico ya supo de las bondades de la sal, pues en un mundo sin otras formas conocidas de conservar el alimento, la sal se le antojaba como un elemento necesario y, por tanto, codiciado. Las bacterias que pudren los alimentos no pueden vivir en un medio salino y pronto advirtieron que la carne fresca rebozada en sal se deseca y acecina y no se pudre. Los rebaños mejoraban si su alimentación iba completada con sal y los antiguos galenos barruntaron asimismo que era un estupendo antiséptico. Para aprovisionarse del mineral los primitivos aprendieron a separarlo del agua cociéndola en ollas de cerámica; el agua se volatilizaba quedando las sales minerales en el interior y ya solo tenían que romper la vasija para liberar la preciada costra de sal.
Con el paso del tiempo los beneficiarios de la salina repararon que era más práctico, rápido y fructuoso obtener sal evaporando su agua en piscinas. Abandonaron el rudimentario y gravoso método de la cocción y adoptaron la novedad. Así el Valle Salado se fue acuartelando en celdas donde el exiguo caudal de agua que los manantiales regalaba se esfumaba al amor del sol y del viento. Digo que el agua es escasa, pero aquellos salineros la supieron aprovechar con orden y concierto estableciendo un cabal sistema de turnos de riego e idearon una suerte de reparto que llamaban "muera".
Faltaba resolver la forma de conseguir la horizontalidad de las piscinas en un medio agreste y de fuertes pendientes. Pues bien, estas hábiles gentes salineras apuntalaron, para corregir la inclinación de las laderas, las plataformas destinadas como eras de secado. Para conseguir la estanqueidad de las piscinas acomodaron una solera de arcilla y practicaron sumideros para desaguar los lodos salitrosos obtenidos hacia el espacio nuevo inferior ganado a la montaña. La blanca pasta se amontonaba en los bajos de la era para que fuera escurriendo antes de ser trasportada en sacos a los almacenes del pueblo. Esa forma de producción poco a cambiado hasta el momento actual, y ha propiciado un paisaje insólito de estructuras de madera, tierra, agua y sal.
Durante los siglos posteriores, todos pretendieron controlar la producción del ingenio: funcionarios romanos, señores feudales, poderosos monasterios, nobles medievales y reyes modernos desearon con vehemencia el monopolio de la venta del deseado mineral; no en vano desde la antigüedad se consideró a la sal como el oro blanco. La sal de Añana fue muy deseada por la industria pescatera vasca, bacaladera de las pesquerías de los lejanos mares del norte y por la chacinera castellana. Pero como pasa con todos los productos, la bonanza del negocio va dada de la mano de su consumo y, por tanto, de su demanda.
Esta sal obtenida artesanalmente no pudo competir en precio con la sal marina, producida en cantidades mayores y obtenida de una forma más sencilla y menos onerosa, ni tampoco con las nuevas formas de conservación de los alimentos, me refiero concretamente a la refrigeración doméstica. En el último siglo Añana inició su declive hasta casi desaparecer su, hasta entonces, febril actividad extractiva. El Valle Salado se fue apagando; ya nadie se ocupaba de entibar los puntales, rehacer los albañales y recomponer las eras. El yacimiento tomó la senda del abandono y de la ruina total.
Afortunadamente las Administraciones públicas recién se han dado cuenta del enorme valor histórico y paisajístico del lugar, quizás único en el mundo, y se han volcado en la labor de restauración del complejo salinero, han diseñado una atractiva divulgación turística y dotado de un inmejorable servicio de guianza; la comunidad de salineros ha recuperado el buen oficio trasmitido a lo largo de generaciones, y los grandes maestros de la cocina española, vasca sobre todo, que ya es mucho decir, han puesto su granito de arena utilizando en sus diseños culinarios la sal de Añana, una vetusta joya, alojada en las entrañas de la tierra durante unos cuantos de millones de años, y que puesta en el plato recobra definitivamente el bien merecido apelativo de oro blanco.
Muy interesante, no sabia que existe algo así...
ResponderEliminarApuntátelo como objetivo para visitar ... Te gustará...
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ResponderEliminarMuy interesante y bien escrito...
ResponderEliminarYa estoy deseando leer otra....
Gracias, Daniel, eres muy amable
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